Por Gabriela Urrutibehety
El lector que escribe un diario celebra la aparición en un volumen de Zama, El silenciero y Los suicidas, subtituladas “Las novelas de la espera” de Antonio Di Benedetto, con prólogo de Juan José Saer. Y empieza a leer desde la segunda, porque por “Zama” ha transitado muchas veces y reserva para el final el placer del reencuentro. El “desde” temporal de la frase anterior, piensa el lector que escribe un diario, termina por tener un deslizamiento porque, en definitiva, estará leyendo las dos últimas novelas desde el recuerdo –ansioso de confirmación y descubrimiento, en la relectura- de la primera de las tres.
Otro hombre atormentado: esta vez, un narrador innominado que pelea contra el ruido y quiere escribir un libro “sobre el desamparo”. Un “hacedor de silencio” –como dice Saer que lo definió el autor- condenado al fracaso perpetuo.
La anécdota de “El silenciero”, pese a cierto sonido mitológico presente en el neologismo, no pasa de una historia barrial. Pero su construcción como monólogo y el maravilloso ritmo de la prosa de Di Benedetto, cercano al encantamiento, son los elementos claves para que lo que podría ser la historia de un maniático más o menos curioso, sea la de la lucha del hombre frente a la imposibilidad de ser. También el Quijote, piensa el lector que escribe un diario, puede leerse como el chiste de un viejo loco.
Al igual que Zama, abandonado en la lejana ciudad colonial, el silenciero está cercado por el ruido: un ómnibus que se pone en marcha, la radio en el escritorio del jefe, la feria, la tornería, el salón de baile. “Me hostiliza el ruido”, le plantea en un sueño al gran gato gris de la infancia. El exterior es la amenaza, el ruido –o aun la música- impuesto. El mundo, entonces, es la amenaza contra la conciencia, contra la posibilidad de ser. “El ruido me debilita”, dice refiriéndose al que llega desde el taller ubicado pared por medio.
“No sé lo que es pero es tan perseverante que lo imagino de una máquina a la que un hombre se halla encadenado”: este es precisamente el sentido de la existencia. Hombres encadenados, buscando enviar, como Zama, un mensaje en una botella que diga “No he naufragado”.
La respuesta del silenciero es la esperanza –la espera- de la escritura de su novela, por un lado, y por otro, la posibilidad de irse. Besarión, el amigo, es quien la realiza más acabadamente o, por lo menos, de manera más convencional ese “peregrinaje perplejo en pos de la señal”.
Pero la travesía por pensiones y cuartos alquilados que emprende con Nina durante tres años no lo es menos. Como la excursión final de Zama en busca de Vicuña Porto, inútil porque lo buscado está en uno o, cuando mucho, con uno.
El silenciero construye un universo –una explicación del universo- en el que el silencio precedió a la Creación. “Silencio era lo increado y nosotros los creados venimos del silencio. De silencio venimos y al polvo del silencio volveremos”, copia el lector en su diario. Frente a este silencio primigenio, el hombre es hacedor de ruidos.
El hombre, no el narrador, lo que lo transforma en un ser excepcional, un cruzado que no se piensa héroe. “De día pensé que me faltaban, hasta en el sueño, dones o ambición de héroe, ya que nunca me había asimilado a Ulises, a pesar de que la cera fue el instrumento de su treta cuando quiso evitar el canto traidor de las sirenas”. La propia mención, sonríe para sí el lector que escribe un diario, tal vez destruya el argumento.
Besarión sostiene, con sarcasmo, que oye ruidos metafísicos, esto es, “los que le alteran el ser”, pero que “construye en su cabeza con elementos sutiles a partir de nada”. Pero lo que puede en principio ser menosprecio no deja de sentirse verdad. A partir de allí, el silenciero se niega a pensar en la enfermedad: “el ruido me distrae, me saca de mí… ¿eso es apartarme de mi ser o sencillamente enajenarse?”.
Considerándose “un mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta”, como Zama, el silenciero perdura en la intención de vivir, no ya como una celebración vital, sino como la perduración de lo oprobioso. Por eso la novela se cierra con una falta de clausura: “la vida sigue… y no es hacia la paz adonde fluye”.